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Tuesday, 6 May 2008

DIA 186 - Asian Paradise Fly Catcher (Corbett Safari)

Corbett Tiguer Reserve


Estaba en un rincón, tumbado. En el calor del mediodía. El suelo, en ese punto de la llanura del Ganges, quemaba como el fondo de una sartén y bullía de insectos a medio asar, crujientes. Yo tenía el privilegio de no pisarlo. Andaba por mí un elefante amable y lento. Perforaba la selva como un panzer. Montar en elefante es parecido a navegar. Incluso hay quien se marea.

Un privilegiado, sí, pero había batallado para estar allí. Días antes me habían prometido que había elefantes disponibles en otro rincón de los 1300 km2 de parque. Era falso. Me enteré después de pasar allí la noche. Sólo quedaba un punto donde probar, a menos de media hora en jeep de donde estábamos, pero en un buen ejemplo de burocracia india, no era posible consultarlo por radio. Había que recorrer dos horas y media de pistas hasta la salida, pedir un nuevo permiso de entrada y regresar. Allí debía dormir y tratar de hacer el safari en elefante por la mañana. Tenía derecho a pagar, eso sí, de nuevo el canon de entrada, el coche, el sueldo del guía… y, claro, nadie me aseguraba nada.

En la oficina del parque me puse a protestar. He sido abogado, sé como ser un auténtico tocapelotas. Además, tenía razón. Con buenas maneras, les dije que eran unos subnormales. Ahora me arrepiento de algunas cosas. Pero funcionó. Un chupatintas me llevó ante el Señor encargado y este ante su Excelencia el supervisor. Su Excelencia era muy ayudador. Mis razones le parecieron de lo más convincente. En la India de las multinacionales no era de recibo no saber si hay elefantes, que son bichos aparentes, a cuarenta kilómetros de uno. Me trató de convencer que el elefante es cosa del pasado. Mejor un safari en jeep. Es más cómodo y se ven animales. Hasta tigres, si hay mucha suerte. En elefante no se ve un carajo. Y además uno se marea. Pero yo erre que erre. Con buenos modos, esos sí. Su Excelencia se cuadra, suspira. Me dice que va a arreglarlo. Hace dos llamadas. Grita, se sulfura (trabajo con ineptos, me dice, y yo pienso, pobre Excelencia, lo que tiene que sufrir) Me siento, espero. Me dice que lo ha arreglado. Sólo tendré que pagar tres mil rupias más. Le enseño ligeramente el pulgar y simplemente con eso comprende que estoy calibrando en qué orificio de su cuerpo encajarlo. Es un tipo listo y servicial. Hace más llamadas. Ya está. Ha encontrado el sistema. Podré montar en elefante hoy mismo, sin tener que volver a dormir, sin pagar nada más (que las trescientas rupias que cobra el paquidermo) Para eso sólo tendré que hacer unos kilómetros en la moto de un primo, montarme en un jeep de un tipo que no conozco, esperar dos horas debajo de una ceiba aislada y subirme en otro jeep. Vamos, casi nada, minucias para un lugar así. Pero yo no me fío. Su Excelencia jura, ríe y promete. Yo aunque le río las gracias le voy enseñando de nuevo, por si no lo tiene claro, mi pulgar. Pero está a años luz de mí en asuntos burocráticos. Quema su último cartucho. Me dice, vamos a ver a Su Majestad. Y era cierto. Unos metros de pasillo, ujieres cuadrándose y estaba frente a Su Majestad el Director del Parque, con su pelo teñido de rojo, su bigotazo, su mapa de India tras él, su ventilador en el techo, su escribano casi de rodillas, su escupidera de latón a los pies. Silencio sepulcral. El escribano está leyendo una carta. Su Majestad escupe. Me ignora. Pero su excelencia aprovecha un resquicio y en un momento se cuela entre dos frases del escribano. Le susurra mi historia. Su Majestad me examina y vuelve a escupir. Entonces toma una nota en blanco y garrapatea unas líneas que firma. Nos echa con la mano ¡y con qué porte! sin decir una palabra. Ahora no tendrás más dudas, ¿no? Todo está arreglado. Y yo, de alguna forma, lo tengo claro. Porque en esas líneas en Indi no puede haber escrito nada maligno. Ninguna orden para que me saquen los riñones y los vendan. Sólo un pasaporte claro de Su Majestad al elephant safari.

Lo cierto es que esa firma ejerce un efecto demoledor sobre quien la ve. Lo medito en mis dos horas bajo la ceiba. Y luego, en casi nada, estoy sobre el elefante, en ese parque inmenso que atraviesa como un panzer.

Y él también está allí. Ninguno de los dos sabíamos que teníamos esa cita. Pero lo veo de pronto. Se lo digo al mahdi. Lo susurro. Se gira, enseguida lo ve… Está en un rincón tumbado, con medio cuerpo en una charca, en lo más profundo del bosque. Doscientos kilos de fuerza descomunal y una belleza sobrecogedora. Es como mirar al fuego. Podrías hacerlo durante horas. Y es cierto que tiene algo de elemento, de fuego, de llama. Es difícil explicarlo. Al verlo me doy cuenta de algunas cosas, quizá porque está allí, tan cerca. Comprendo ese miedo primitivo y animal a la bestia y ese deseo de divinizarlo. Tengo ante mí a una deidad. Nadie puede dudarlo, como nadie que haya visto a cincuenta metros caer un relámpago puede dudar del dios de los rayos. Es parecido, igual de misterioso, igual de temible y lejano. También comprendo que viéndolo, acabo de aprender algo de mí. Un secreto ancestral. Antes era menos persona que después de verlo. Pasa el tiempo. El tigre de bengala no nos tiene ningún miedo. Es natural que se lo tengamos nosotros. Nos acabamos yendo. El mahdi, durante la vuelta, ríe como un niño. Sólo quedan mil quinientos tigres como este en el mundo. Es muy difícil ver a uno de ellos y más sobre un elefante. Tengo mucha suerte.

Me he acordado hoy de todo. Ha sido al escuchar, por milésima vez sólo este año, que el hombre se compone en un 75 % de agua, os ahorraré el contexto. De repente he entendido que también se compone de que aún existan mil quinientos tigres libres en el mundo. Si no estuvieran, ¿qué seríamos? Tal vez pronto lo sepamos.

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